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miércoles, 27 de mayo de 2020

014.- Fútbol sin público en la desescalada

Tras los más extraños días que mi generación ha vivido con este confinamiento para combatir al maldito virus, se vislumbra una cierta luz para retornar a la vida normal, que no va a ser muy normal de forma inmediata. Tanto es así que la llaman horrorosa e inquietantemente nueva normalidad. Como parte del afán de todos los políticos por ser originales y protectores ante el pueblo, no dudarán en usar términos  o inventar expresiones para recordarnos el proceso o el momento social durante el que harán gala de sus logros y triunfos, utilizando una suerte de neolengua al modo en la que nos la brindó Orwell en su obra 1984. Además de la nueva normalidad, nos encontramos en desescalada, como si hubiéramos subido -escalado- a algún sitio y ahora tocara bajar. Que yo sepa, lo que nos toca no es bajar, sino salir. Salir para volver a la vida, a la calle, al bar, a la familia, a los amigos, a la reunión, al trabajo, a la escuela y, el que quiera, al cine, al teatro a al fútbol.

Esta vuelta será poco a poco, por tramos horarios y con límites espaciales en nuestras salidas, paseos e incursiones. Y una de las cosas que más está siendo debatida en los medios de comunicación es el retorno del fútbol.

El fútbol, que desapareció de muchas cabezas durante estas semanas de confinamiento -aunque haya habido quien haya aprovechado para ver torneos de tiempos pasados-, vuelve a estar en el candelero de periodistas deportivos, políticos y aficionados. No sólo el hombre religioso de Spranger retorna poco a poco, como es lógico y prudente, a su iglesia, sino que también lo puede hacer su adolescente o joven deportivo, representado en este caso por el futbolista profesional.

Pero el lento y prudente retorno aconseja que no acuda el público aún a los estadios, no vaya a ser que el dichoso y venenoso virus nos obligue a encerrarnos de nuevo.

¿Y qué va a ser del fútbol sin público? Hay teorías para todos los gustos. Como antiguo profesor de este tipo de materias deportivas, entiendo que una de las constantes históricas del deporte competitivo-profesional es, precisamente, la necesidad de público. El público jalea, opina, anima, apuesta, discute, se divierte y, a veces, hace el idiota o el bárbaro. Sobre esta realidad se ha montado un buen tinglado económico y el deporte espectáculo ya no puede prescindir de la participación del público. Es más, si prescinde, esa especialidad deportiva tiene los días contados como deporte de masas. Ya sé que ni el escalador -ese deportista que sí escala- ni el hombre rana necesitan público, pero eso no son deportes-espectáculo hasta el momento; aunque se haya inventado el rocódromo y con ello se haya vuelto a domesticar el espacio natural, llevando la montaña a un gimnasio, está pendiente el invento del submarinismo en oceanográficos deportivos. Todo llegará, imagino.

La necesidad de público no existe en otros ámbitos deportivos como el recreativo o el educativo, aunque hubo un tiempo, en el inicio de mi profesión, en el que contaba con un molesto público en las clases de Educación Física que impartí en el Instituto Politécnico de Formación Profesional de Sevilla. Este instituto se comunicaba con la Escuela de Ingeniería Industrial y este hecho hacía que transitaran estudiantes, futuros peritos, por las zonas donde mis alumnos se ejercitaban. En más de una ocasión tuve, pues, público no invitado en mis clases, que se comportaba igual que algunos jubilados lo hacen ante una obra.

Como en el fútbol el jugador número doce es el público y como parece que los futbolistas precisan del mismo -lo necesitan tanto como lo desprecian, por otro lado-, el debate de estos días es muy interesante porque ya nos hemos olvidado de que los importantes eran los sanitarios, no los futbolistas. Así que mientras que a los sanitarios les seguiremos pagando y exigiendo lo mismo, la nueva normalidad pasará por ir olvidando e ir volviendo a ser los de antes. ¿Mejores? Lo dudo.

Hay quien propone sustituir al jugador número doce por ruido ambiental, cánticos, bombos y tambores, sirenas, ovaciones... Todo ello para ambientar y estimular el negocio, que lo seguirá siendo debido a los contratos televisivos; contratos que me imagino florecerán aún más para que el opio del pueblo cumpla con su cometido.

Bueno, pues ahí va mi propuesta. Para ser mejores después del confinamiento propongo que se ambienten los estadios con las mismas risas enlatadas con las que nos obsequian en las comedias de televisión. Así, cada vez que un jugador falle, cada vez que la jugada quede en nada, cada vez que el árbitro o el videoarbitraje se equivoquen, cada vez que cada millonario se cabree, cada vez que escupan en el suelo, cada vez que se insulten o se agredan, que suenen las risas enlatadas. Y, ya puestos, que se mantengan las risas enlatadas en el sistema de sonido de los estadios cuando vuelva el público, para utilizarlas también cuando este se enfade o agreda o, cómo no, mi favorito, cada vez que un pobre niño llore por el mal resultado de su equipo y sea enfocado por la vil cámara -o sea, por el Gran Hermano- vigilante de la correcta educación del chaval, emocionado y curtido por los valores del deporte espectáculo.