¿En qué se han convertido nuestros políticos? ¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Cuánta falta de educación y de formación ha sido necesaria para producir individuos semejantes? ¿En qué momento empezó a torcerse todo?
Si huimos de respuestas fáciles y proponemos explicaciones basadas en la creciente complejidad de los sistemas sociales y la multitud de matices que propondrían muchos con derecho a opinar -con independencia de su preparación o sagacidad-, no vamos a ningún lado. Pero si consideramos mínimamente la posibilidad de que haya un factor primordial, mi mirada siempre se dirigirá a la educación recibida. He querido decir, a la educación no recibida.
Desde hace décadas, el rigor y la seriedad en la exigencia de la formación académica del niño y del joven han menguado enormemente. La tendencia es la misma actualmente y solo hay que ver cómo se profundizará aún más en este estado de cosas, con más parcelas optativas de escaso interés y menos conocimiento básico, en las leyes educativas que están por llegar.
Vamos a partir de un ejemplo que seguro que hará sonreír a más de uno o una, por lo que me tildarán de ingenuo y anticuado. La caligrafía. Venga, primeras risas. Pero sigo. Ya no resulta importante. La respuesta fácil es que resulta muy poco interesante porque casi nadie necesita escribir de forma bonita en este nuevo mundo o porque, tarde o temprano, todo se hará por ordenador o por móvil. Hay mucho maestro y pedagogo que piensa más o menos en este sentido. Y, resulta, algo extraño porque precisamente otros maestros y profesores sufrirán indeciblemente ante exámenes o trabajos indescifrables. Es decir, aunque solo fuera porque desde el punto de vista profesional debieran solidarizarse con estos sufridos docentes, ya sería un argumento a tener en cuenta.
Pero la caligrafía no está solo para satisfacer al lector, que lo está. Lo está también para asegurarnos de que quien nos lee, entiende lo que queremos decirle. Creo que resulta interesante y rentable. Es una inversión para nuestro objetivo final: que me entiendan cuando escribo.
Y hay mucho más. ¿Acaso la minuciosidad en el trazo no contribuye al desarrollo neuronal como fina y precisa tarea que es? ¿Acaso no fomenta la coordinación óculo-manual este dominio fino de nuestros dedos con el lápiz sobre el papel? Existen muchas caligrafías bonitas y adecuadas. ¿No vamos a enseñar ninguna? ¿Es que no es un triunfo neurológico la manipulación fina, cuando, encima, está destinado a que nos entiendan bien?
Evidentemente no pretendo que quienes hayan aprendido una técnica caligráfica, la mantengan inalterable y pura al transcurrir los años, sino que este aprendizaje le haya servido para escribir correcta y legiblemente su mensaje.
Aquellos que dicen que es más práctico el uso de elementos o maquinitas, establecen un camino en el desierto para el aprendizaje, pues por lo mismo propusieron hace años no enseñar la tabla de multiplicar, las divisiones o las raíces cuadradas que efectuarían las calculadoras. Ni aprenderse de memoria las capitales o los ríos. Total: todo está en Internet. Todo, no. Tu mente no está en Internet y puede que no llegue a nutrirse de los contenidos de Internet si tu cerebro no es ágil buscando. Y tu cerebro no es tan ágil como podría haberlo sido si se hubiera ejercitado en las tareas como las que he mencionado como ejemplo.
Tampoco es interesante aprender a dibujar si no voy a ser artista, dirán los avanzados de esta cruzada de la nada. Tampoco es interesante el latín (¿lengua muerta o lengua asesinada?) si no voy a ser filólogo o arqueólogo. Ni el griego. Ni la literatura universal si no voy a ser profesor. Ni el solfeo si no voy a ser músico; con el reguetón tengo de sobra, ¿verdad? Ni la filosofía si no voy a ser pensador. O sea, que invariablemente estoy destinado a no pensar ¿no? No hay asignatura ni rama del saber que se libre de esta objetiva merma en la enseñanza de sus contenidos, produciéndose como consecuencia una menor gimnasia cerebral. Hay estudios que demuestran que el cociente intelectual medido por los tests ha bajado desde los años ochenta, pero intentamos tranquilizarnos con las respuestas de que estos tests pueden no haber medido nunca bien la inteligencia o que ahora se aprende de otro modo y la inteligencia actual no puede medirse con los antiguos métodos. Bueno, yo no me lo tragaría así sin más, y me produce verdadera inquietud el dato mencionado.
¿La humanidad debe aprender cada vez menos? Yo entiendo que no. Que debe aprender cada vez más. La caligrafía no es incompatible con que también se manejen las nuevas tecnologías, que se aprenden en dos tardes, la verdad, ya que muchos de los artilugios que manejamos vienen acompañados de su manual de instrucciones. Darle al botoncito es muy fácil -requiere mucha menos manipulación fina que la escritura correcta- y solo precisa que la batería esté cargada o el aparado conectado al enchufe. Pero estamos abandonando el ejercicio o la gimnasia del cerebro, al despreciar aprendizajes muy útiles para que este funcione y se mantenga en forma.
Desterramos la memoria como recurso o herramienta. Hay negativistas del uso de la memoria, como si esta solo fuera una herramienta útil para los tontos de salón, que memorizaban datos innecesarios como las matrículas de su barriada o la guía telefónica. Es muy diferente al calibrado pero necesario y pertinente uso de la memoria para saber ubicar o mencionar ríos, ciudades, reinados, épocas, personajes, hacer elementales operaciones aritméticas, retener citas literarias o fórmulas y un sinfín de cosas más. Un sinfín. Pero desde hace décadas es un clásico escuchar: "Yo no puedo aprenderme nada de memoria". Es una declaración tan estúpida como abundante, que solo habla de la necedad de su emisor, así como de su falta de interés o voluntad por molestarse en retener lo que en el fondo le importa un pepino, que es casi todo lo complejo. Por lo visto si se sabe su nombre es porque lo razona cada vez que lo usa, y no porque lo recuerde gracias a los engramas neuronales que vehiculan su memoria. Pues con planteamientos como este, muchos pedagogos pintorescos -los hay que no son pintorescos, pero están en una especie de exilio educativo- defendieron el destierro de la memoria en el estudio. Y ahora se me presenta un gran dilema: ¿Se acordarán?
No estudiemos mitología. ¿Para qué? ¡Si ya está en el cine! ¿De verdad la película que has visto reproduce con fidelidad la mitología clásica a la que se refería? Estoy de acuerdo en no impartir Religión en los colegios y centros educativos del Estado. Pero sí debería proponerse el estudio de la historia de las religiones si queremos entender la historia universal y la nuestra, la occidental. No tengo por qué creer o no creer en Dios, eso es algo personal. Pero si no sé quiénes son los Reyes Magos puedo tener un problema. Claro que siempre me pueden decir los avanzados que los Reyes Magos son los padres y ya está. Lo que pasa es que no entenderé ni siquiera las atractivas propuestas de películas como El hombre de la tierra. Si no sé de lo que me hablan no puedo ni juzgar ni entender ni proponer.
¿Por qué el conocimiento fue abolido? ¿Por qué no fue actualizado, sino desterrado? ¿Cuál ha sido la consecuencia? Las respuestas están en el viento que sopla. Hemos alimentado con nada a un gigante ignorante -que adopta muchas caras en todo el espectro político- que ha alcanzado el poder ante nuestras narices, por dejación del sistema educativo, que no es lo mismo que por dejación del profesorado. El profesorado nunca estuvo conforme con la disminución de la exigencia, al menos la mayoría del profesorado, pero fue presionado y acosado por las leyes educativas y sus valedores en la administración educativa hasta rendirse al nuevo mensaje: abandona el libro y coge las castañuelas. Así se consiguió este mundo feliz. Era necesaria la ignorancia y la mediocridad para conformarnos con políticos que nunca se preguntan si su rival no tendrá, tal vez solo un poquito, algo de razón en su argumento. No. El político que triunfa hoy es el que actúa pensando: termina de hablar que ahora me toca a mí y te vas a enterar. Y a eso lo llama debatir. Cuando le llevan la contraria el gigante ignorante -que no espera otra cosa, ni piensa en las posibles razones del argumento del otro- lo único que espera es su turno para morder. Quizá lo aprendió en la telebasura que vino a sustituir a la tertulia cultural y a programas como La Clave, más costosos de seguir porque había que ejercer gimnasia cerebral.
Ya digo que este gigante ignorante tiene muchas caras y gobierna en los partidos políticos actuales. Su proceder político de continuo desprecio al rival le garantiza su ascenso en el partido -solo suben los que más radicalmente se comportan- y, hasta el momento, suben también en las elecciones. ¿Hasta cuándo? Pues no lo sé, porque son tan mediocres que no saben ni se plantean la autocrítica y la reflexión. No les enseñaron a pensar ni a cultivarse.
El gigante ignorante, la Política actual, por no saber, aún sabiendo contar no sabe cuantificar. No entiende nuestro gigante ignorante que si suma el número de ciudadanos que no acudieron a votar con el número de los que votaron otras opciones encontraría con que la mayoría no muestra predilección ni por él ni por ningún otro de sus rivales en la contienda. Eso no suele ocurrir ni cuando se obtiene mayoría absoluta. No entiende nuestro gigante ignorante que no debe gobernar para quien le votó, sino para todos los ciudadanos, te voten, no te voten o ni voten. Ni entiende que si gobierna a la contra de otros líderes políticos gobierna también contra gran parte de la ciudadanía y fomentan la crispación. ¿Es acaso gobernar salir de cada escollo parlamentario y hasta la próxima? Eso creen los gigantes ignorantes y así va el cuento. Esto se debe a un sistema de representación política basado en la división y no en la cooperación. Si el sistema de representación política fuera más razonable, científico y lógico, obligaría a la cooperación entre TODOS los elegidos que hubieran obtenido votos y se eliminaría el papel actual de la oposición -de las muchas oposiciones- pues, obligatoriamente, todos participarían en la gobernación, en distinta medida, pero sin nadie condenado a ser callado o no escuchado, como sucede ahora. Este sistema aún está por crearse en el mundo y en las democracias occidentales, que muy bien podrían ser las primeras en ir a la zaga de este objetivo. Pero lo que propongo obliga a pensar; a pensar mucho; a potenciar los cerebros. Y cada vez lo hacemos menos.
Hace ya mucho que los intelectuales no vendidos a una causa partidista, que los hay, huyeron de la política para refugiarse en otros lugares. Algunos hay que, muy contenidamente, elaboran tímidamente un artículo de prensa donde razonan en difícil equilibrio para que no se note demasiado la vergüenza que les invade por dentro; otros participan en alguna tertulia política con más o menos vehemencia; pero los más parecen haberse retirado a sus trabajos particulares, a sus castillos, para tragarse sus opiniones y no verse envueltos en la polémica o en la lucha -que siempre perderían- ante el gigante ignorante, que domina los medios y las masas.
No sé cuántas veces me he preguntado a mí mismo: "¿De verdad ha dicho lo que ha dicho?". No sé ya cuántas veces he asumido que no contestarán a la pregunta del periodista de turno (alguno también limitadito de formación y sin agilidad cerebral). ¡Pero si su respuesta parece un discurso de Cantinflas! Claro, no saben ni quien es Cantinflas ni saben lo que es el discurso hebefrénico, inconexo y sin fondo. Produce vergüenza ajena que un político sepa, no ya menos, sino muchísimo menos que cualquier persona espabilada, sobre temas básicos y fundamentales, por mucho grado universitario que haya obtenido.
Y legislan para que, bajo el principio de la igualdad de oportunidades en la educación, la consecuencia sea la mediocridad del resultado. No piensan tratar esta desigualdad compensándola con más educación y conocimientos. La compensan con más dinero para castañuelas, actividades extraescolares, visiones transversales u optativas sin auténtico fondo, sin contenido crucial y sin espíritu autocrítico alguno, racionalizando de mil formas el fracaso que evidencian los resultados recogidos por los informes educativos. La compensan disminuyendo la exigencia del conocimiento, que ha pasado a ser, como el oro, un bien escaso. No reparten ni el oro ni el conocimiento. Y como está muy feo tener oro y no compartirlo, resulta que también está feo poseer conocimiento -aunque esta posesión cultural pudiera ser compatible con su libre disposición, no como el oro en egoístas manos-. Empieza a ser cada vez más políticamente incorrecto tener conocimiento porque este conocimiento infravalora y desprecia a una minoría muy concreta: a la clase política. A la política sin clase, vamos.
Mientras tanto, y hasta que no vengan cambios inteligentes -con políticos razonables y cultos, especie en vías de extinción ahora mismo-, estén atentos a esta nueva señal de tráfico que ya circula por las redes, que no por las carreteras y calles.
No sabemos si su significado es Atención, políticos; puede que sea Atención, palurdos; o puede ser Atención, gente inculta y muy peligrosa para la salud. Viene a ser lo mismo. Por si no teníamos suficiente con el Covid 19, ahora caemos en la cuenta de que ya existía entre nosotros el Covid Político, el gigante ignorante que apenas percibíamos, pues no estaba destinado a matarnos sino a entontecer nuestras mentes. Este virus está tan presente que no lo delimitamos bien, como una hormiga no ve a un hombre; aunque mires a la derecha, a la izquierda, al centro, hacia adelante, hacia atrás, hacia las alturas y hacia abajo, ya no lo puedes abarcar. La señal simplemente te advierte de que está ahí. Y de que estará mucho tiempo, porque a eso se dedica, como cualquier otro virus: a perpetuarse, ya que un virus nunca se pregunta si su huésped está a gusto con él. Lo mismo hace este gigante ignorante. Y cuanto más negados seamos, mejor para él.
¡Suerte, buenas personas! Leed mucho, escribid con buena letra y aprended todo lo que podáis: estas son las vacunas para protegerse contra el gigante ignorante. La inmunidad de grupo tardará mucho en llegar, si es que llega, porque el conocimiento ni es gratuito ni lo dispensa el sistema sanitario; y el educativo lleva décadas afónico, anoréxico y náufrago.