Por Miguel Esteban Arándano
Hace unos días ha aparecido extrañamente decorado con papel higiénico uno de los aseos del Congreso de los Diputados, una especie de broma de mal gusto que ha irritado al personal. Hastá aquí todo parece normal, menos lo de la bromita, claro. Pero sucede que algún político -y después otras personas en los medios de comunicación, haciéndose eco de las palabras de este-, ha tildado la situación como más propia de un instituto. Aquí quería llegar yo. Al Instituto.
Antes que nada, y para parecer políticamente correctos, pongámonos ofendidos por unos momentos, que es cosa que se lleva bastante y por cualquier nimiedad. Esto agradará a mucho político con piel muy fina. Vamos allá: ¿Cómo se puede ofender así al Instituto? ¿Acaso nuestros estudiantes se merecen este desprecio por considerar que son tan inmaduros y maleducados como el que esté realizando esta burda broma o gamberrada en el Congreso?
Dicho lo anterior, y cumplida mi cuota de corrección, desarrollo otra idea que me parece mucho más certera y, desde luego, más sincera. Quien o quienes han tildado como propia de un instituto la gamberrada no andan tan descaminados. Nuestros institutos son así y mucho más, la verdad. Y si no, que se lo pregunten al personal de limpieza. Así que lo que el político de turno y muchos otros han comentado resulta una metáfora bastante oportuna. Lo que no nos debiera resultar tan extraño es que estas cosas hayan llegado al Congreso, pues muchos de sus usuarios proceden de nuestros institutos; de esos institutos que la inmensa mayoría de nuestros políticos se han encargado de diseñar y cuidar para resultar tan penosos en sus aseos. Y no solo en sus aseos. Miren los pasillos, los patios y las aulas. Pregunten al personal de limpieza -formado mayoritariamente por mujeres- lo que tiene que hacer a diario para que resulten espacios brillantes o dignos durante un ratito. Solo un ratito. Enseguida llegarán sus usuarios para deslucirlos, no por el mero uso, sino por su desprecio hacia la limpieza y el decoro.
No nos engañemos. Los aseos de los centros educativos siempre han sido escondrijos adecuados para la gamberrada, la pintada obscena, la porquería acumulada y el comportamiento excesivo e inmaduro. Siempre. No ha cambiado en ellos nada desde que yo era estudiante. Incluso en los aseos de las universidades se veían -y se siguen viendo- estas muestras, así que no sé por qué referirse o acordarse tan solo del Instituto.
No me resulta raro lo del Congreso. Me resulta, incluso, tardío. No sé cómo es que no se han producido estas cosas antes, dada la poca categoría de la educación recibida por una gran parte de sus usuarios: una educación limitada, consensuada, acordada, perseguida, menospreciada, esquemática, esquelética, insuficiente, poco humanística, poco científica, banal, permisiva... Una educación de chiste que solo ha logrado que los diputados no se escuchen unos a otros; tan solo permanecen a la espera de su turno de palabra para despotricar sobre el oponente con su discurso. Y a eso lo llaman debate. No tienen ni idea de lo que es un debate o una discusión dirigida. No lo aprendieron en el Instituto porque allí tampoco se estilaba escuchar al profesor. Parece que nuestros políticos aprendieron lo que era debatir viendo programas de telebasura. También aprendieron otras cosas en los institutos; muchas de ellas en los aseos, los pasillos y el patio, está claro; y muy pocas en el aula, ese lugar programado, cada vez más, para ser un mero espacio de expresión juvenil y no un lugar para escuchar al experto.
El Instituto llegó al Congreso hace muchos años y ahora se manifiesta también en sus cloacas. No me creo que haya tardado tanto y, más bien, tiendo a pensar que no nos lo han contado todo sobre el aseo, ese gran lugar para conocer los entresijos y los comportamientos no confesables de más de un político.
Miguel Esteban Arándano es escritor y colaborador de Aprendí en el kiosco
Muy pronto en su librería.